Ha muerto mi abuela Soledad, pero muy bien acompañada, para no hacer honor a su nombre.
Al subir al sagrado monte de la Sabika y ver al fondo Sierra Nevada colmada de nieves no he podido evitar acordarme de las sienes plateadas de mi abuela Sole, que un 2 de abril nos decía adiós después de más de un siglo de vida. Mi querida abuela, mi abuelita Sole, la que tantas veces nos hizo reír, hoy nos ha hecho llorar. Ella hizo que su familia no tuviera nada que ver con la sangre o el parentesco, porque ella te hacía sentir de su familia, porque ella era de tu familia, incluso aunque la acabaras de conocer. Mi abuela Soledad estaba de todo menos sola, porque creo que mi abuela era un poco la abuela de todo el mundo.
Fue familia de sus padres y su hermana Rafaela, en Castro del Río, una pequeña villa de Córdoba que forma parte de nuestra mitología particular, como una especie de Arcadia feliz que siempre estaba ahí, como el hogar materno que fue suyo y ya por siempre también nuestro. Conocíamos sus rincones como si hubiéramos vivido allí por las historias que nos contaba, ya fuera del reñidero de gallos donde se jugaban verdaderas fortunas o por el panadero que era objeto de burlas por parte de los más pequeños del lugar. Allí conoció a mi abuelo Manolo, un motrileño, y con él emprendió la aventura de mudarse, recién casada, a la vecina ciudad de Granada.
En esa ciudad hizo familia con sus cuatro hijos, a los que cuidó y crió, pero que fueron solo el principio de una familia enorme con muchos más hijos: todos aquellos que el destino iba cruzando en su camino y que ella transformaba para siempre al tocarlos con su carisma, su afable personalidad, su contagiosa alegría, su entrega, su generosidad. Era imposible no quererla. Con su toque se encargaba de asegurarse un trocito reservado para ella en el corazón de todos ellos.
Y fue familia de todos sus nietos y bisnietos, y aunque la memoria pueda flaquearnos a alguno de nosotros a veces, ella siempre tenía ese recuerdo preparado y a punto, para nombrar a esta o aquella, hijo o primo o sobrino de este o aquel otro y relatar lo que ocurrió aquel día. Con ella aprendí cosas fundamentales como contar historias o apreciar la comida. Su bondad era tan grande que incluso después de la tristeza de perder a su Manolo querido, aún le quedaba alegría que chorrear para todos nosotros, y así nos la vertía en cada ocasión que podía, en cada reunión, en cada fiesta, en cada celebración. La última fue para su centésimo cumpleaños. Después de aquel 1 de noviembre, una vez que sintió que la meta estaba cumplida, superar los cien años de vida, su luz se fue apagando poquito a poco. Pero ha sido certera hasta para escoger su muerte: se nos fue un lunes de resurrección, como si no la hubiera tenido asegurada por sus propios méritos, y después de poder ir despidiéndose de cada uno de nosotros, aún sin que lo supiéramos. Fue genial y única hasta para eso.
Ha sido una muerte agridulce, extraña. Porque aunque llevábamos muchos años preparándonos para este momento, quizás ha sido una de las muertes para las que menos preparados estábamos. Sabíamos que este día llegaría, pero nunca podíamos imaginar que finalmente llegaría. Así somos los seres humanos: estamos hechos para pensar que duraremos eternamente. La S de su nombre asemeja el símbolo del infinito y quizás por eso nos parecía eterna.
Pero el llanto va a durar poco porque es mucha la felicidad que nos deja, tantas vidas, tantas familias, tantos recuerdos, tantos valores, tantas anécdotas, tantos guiños, tantas sonrisas, tantos abrazos, tantos besos. Espero ser digno de todo lo que me enseñaste a hacer y a ser.
Gracias, abuela, por tanto y por tantos. Te quiero.