El próximo 4 de noviembre participo en el Foro UNIR sobre True Crime, un espacio de debate sobre uno de los géneros narrativos más fascinantes y polémicos de nuestro tiempo. Aprovecho la ocasión para compartir aquí algunas reflexiones —desde la sociología y los medios— sobre por qué el crimen real nos atrae tanto, qué nos dice sobre nosotros mismos y dónde están los límites éticos de contarlo.
Los relatos de crimen real funcionan como un espejo social. En apariencia hablan de asesinatos, investigaciones o juicios, pero en realidad hablan de orden, justicia y moral colectiva: de cómo una sociedad define lo que considera desvío, de qué castigos acepta como justos y de qué miedos la cohesionan. Por eso nos atraen tanto. Cuando seguimos un caso de true crime, no solo buscamos resolver un enigma, sino reafirmar —o cuestionar— los límites que sostienen nuestra convivencia. En cierto modo, son rituales narrativos donde ensayamos emociones colectivas de indignación, empatía o alivio frente al mal.
Esa fascinación ha crecido en los últimos años hasta convertir el true crime en uno de los géneros más populares del audiovisual contemporáneo. En España, El caso Asunta fue la serie más vista de todas las plataformas en abril de 2024, con más de 5,4 millones de visionados en Netflix. Este tipo de producciones, que hace una década habrían parecido de nicho, son hoy productos globales de consumo masivo. Y no es casualidad: la combinación de narrativa policiaca, ritmo de thriller y la promesa de “esto ocurrió de verdad” resulta casi irresistible para un público que busca tanto entretenimiento como una cierta alfabetización judicial. Nos sentimos parte de la investigación, evaluamos pruebas, debatimos hipótesis… y, de algún modo, participamos en la idea de justicia desde el sofá.

Pero esta democratización del crimen real trae consigo nuevos dilemas éticos y culturales. Cada vez que una historia trágica se convierte en contenido, surge la pregunta: ¿estamos informando o explotando el dolor ajeno? En España, el caso Alcàsser ya mostró hace tres décadas cómo el morbo puede degenerar en espectáculo. Hoy el debate ha resurgido con fuerza ante producciones que abordan casos aún “calientes”: en el caso del niño Gabriel Cruz, la madre de Gabriel pidió públicamente que nadie obtuviera rédito económico de la muerte de su hijo, reclamando respeto frente a una maquinaria mediática dispuesta a recrear los hechos a los pocos años del crimen. Algo parecido ocurrió con el libro El odio, inspirado en el caso del doble parricidio de José Bretón, que reabrió heridas todavía presentes entre familiares y una sociedad que no había terminado de digerir aquel horror. Estos ejemplos muestran hasta qué punto el true crime pone a prueba los límites entre el interés público y la ética del duelo, entre la necesidad de comprender y la tentación de consumir tragedias como espectáculo.
A ello se suma otra dimensión que los estudios recientes han destacado: la enorme presencia femenina en la audiencia del true crime. En pódcasts y series, el público femenino es mayoritario, y las razones parecen complejas. Algunas autoras lo interpretan como una forma de aprendizaje preventivo: las mujeres consumen estas narrativas para reconocer señales de peligro o comprender dinámicas de violencia que las afectan de forma desproporcionada. Otras sostienen que el género ha evolucionado hacia una mirada más empática y crítica con el sistema, ofreciendo un espacio donde se denuncia la impunidad y la revictimización. De hecho, han surgido proyectos de true crime feminista que buscan precisamente eso: desplazar el foco del asesino a la víctima, y del morbo al contexto social que permite el crimen.
El interés sociológico por el true crime reside, en última instancia, en que es un laboratorio moral contemporáneo. A través de él observamos cómo se redefine el sentido de justicia en una cultura saturada de imágenes, datos y emociones mediadas. Cada caso contado —ya sea en un documental de Netflix, un pódcast de investigación o una miniserie de ficción— activa debates sobre culpabilidad, castigo, medios y empatía. Algunos logran contribuir a una conciencia social más crítica, como ocurrió con el pódcast Serial en Estados Unidos, cuyo impacto llevó a la revisión judicial del caso que narraba. Otros, sin embargo, corren el riesgo de trivializar la violencia y convertir el sufrimiento real en una forma de infotainment.
En ese equilibrio incómodo entre pedagogía cívica y explotación mediática se juega el futuro del género. El true crime nos interesa porque habla de nosotros: de nuestras ansias de justicia, de nuestro miedo al desorden y de la manera en que el mal —cuando se vuelve narrable— nos permite entendernos como sociedad. Y quizá por eso sigue creciendo: porque, en el fondo, seguimos necesitando mirar el abismo para convencernos de que el orden, aunque precario, todavía resiste.

Si quieres asistir al Foro UNIR sobre True Crime el próximo 4 de noviembre, apúntate aquí.
Enlaces de interés
- RTVE Play – Colección True Crime (España): una selección de documentales, series y programas en español centrados en crímenes reales, ideal para conocer formatos domésticos del género.
- Apple Podcasts – Categoría True Crime: directorio global de podcasts de true crime, con decenas de miles de episodios y múltiples idiomas.
